Esa cosa con plumas
Lidia Luna
Texto escrito para el taller de crónica y ensayo de Jorge Carrión en mayo de 2020.

La esperanza es esa cosa con plumas
que se posa en el alma,
y entona melodías sin palabras,
y no se detiene para nada,y suena más dulce en el vendaval;
y feroz tendrá que ser la tormenta
que pueda abatir al pajarillo
que a tantos ha dado abrigo.La he escuchado en la tierra más fría
Emily Dickinson
y en el mar más extraño;
mas nunca en la inclemencia
de mí ha pedido una sola migaja.
I
Sé lo que me está pasando; conozco las reacciones del cuerpo ante una emergencia. He leído sobre ellas, las he vivido y las he acompañado como psicóloga y en la intervención psicosocial.
Intento calmarme, conectar con el presente y, al mismo tiempo, dejar espacio para lo que venga. Los primeros días parece sencillo, consigo muchos instantes de calma; pero, en muchos otros, miles de cosas pasan por mi cabeza. Mi cuerpo está crispado, preparado para manejar todo lo que surja. ¿Qué puedo hacer para garantizar mi seguridad? ¿la de las personas a las que quiero? ¿qué puedo aportar al resto? ¿cuáles son las prioridades?
Hablo con una amiga que trabaja en la sanidad pública en Madrid; me cuenta que muchas personas están muriendo solas, sin poder despedirse. “De momento lo están llevando bien”, dice ella. “La gente llega muy mentalizada. Pero necesitamos protocolos”.
He pasado 30 años de mi vida arrastrando un duelo bloqueado por un cuerpo que llegó en un ataúd sellado; por un entierro al que no pude asistir. Mi tío tenía veintinueve años cuando se ahogó en Nicaragua; yo tenía doce.
Sobreviví a un incendio en mi edificio; vi morir a un hombre bajo mi balcón y los bomberos me sacaron de casa, sin que yo recuerde haberles abierto la puerta. Volví a subir las escaleras de aquel edificio calcinado que apestaba a humo; la cocina y el salón estaban negros. Me metí en la cama; mi familia insistía en que no podía quedarme allí, pero yo me sentía bien aunque en realidad no sentía nada; disociar es el mecanismo de supervivencia más preciso y sibilino con el que contamos las personas. Al día siguiente fui a trabajar; me senté delante de mi compañero, psicólogo y amigo, y le conté todo. Los dos nos dimos cuenta de que no estaba bien y, entonces sí, volví a casa y empecé a entender e integrar lo sucedido.
He escuchado al personal sanitario que volvía de Haití después del terremoto de 2010 sufriendo porque no llegaba a todo; por las decisiones que tenían que tomar y por sus posibles consecuencias. Era duro para ellos asumir que una vida no podía salvarse; pero también hacerlo cuando el destino eran la mutilación y la pobreza.
Y ahora la emergencia está aquí, en primera persona; desborda los recursos sanitarios y sociales en todo el mundo. Quiero hacer algo, ser útil, ayudar; quiero que se hagan cosas. Llamo, pregunto, comparto; abro un blog colectivo para que otras personas puedan, también, hilar el desorden*[1].
II
Desde el primer momento llegan a los grupos de WhatsApp y desde las redes sociales mensajes que contradicen mi sensación de que hemos vivido un terremoto cuyo temblor no ha parado aún: “volveremos” “todo volverá a ser como antes”. Yo presiento, casi desde el principio, que nada será igual; muchas cosas van a romperse para mucha gente, quizá incluso para mí. Pero al mismo tiempo mantengo durante muchos días, semanas, la ilusión de que mi mundo, mi forma de vida, sí volverá a ser como antes; porque ya era pequeña, incierta, precaria y sostenible antes de esto. Me equivoco, como tantas otras veces durante los dos últimos meses; pero esta convicción, mientras dura, me sostiene. Después se cae, y llega otra.
Busco referencias en las emergencias que he vivido, en los pequeños traumas que habitan mi cuerpo; en las personas a las que he acompañado. Entiendo, más que nunca, la imagen del cerebro como un procesador; busca información, abre carpetas, saca fichas, compara. Hasta que cortocircuita, o se pasa de vueltas; y entonces hay que desenchufar y empezar de nuevo.
Casi todas las personas a las que quiero están cerca, más que nunca; las siento, me arropan desde lejos; casi puedo tocar la red de afectos que acompaña y sostiene, que cuida y cuido; nos entendemos y acompañamos.
En algunos momentos todo se hace borroso y una maraña gris, pesada, se instala en mi cabeza; entonces busco la magia lenta de la infancia, el recuerdo de quienes ya no están; pero se alejan que no llego, no puedo reflejarme y descansar en la memoria. Solo hay una imagen descolorida, polvo que se deshace entre mis manos.
Esa incapacidad para leer los recuerdos es una de las sensaciones más dolorosas; la otra es la desesperanza. Entre medias de las dos, las agujas de la incertidumbre: ¿cómo será el futuro? ¿habrá una guerra? ¿morirán las personas a las que quiero? ¿iré al hospital? ¿moriré? Si no muero, ¿merecerá la pena seguir viviendo en el mundo que quedará después de esto?
Vuelvo, también, a todos los instantes de felicidad y dicha; en las últimas semanas, en el último semestre, en los últimos años. Observo las escenas pasar en mi cabeza, como los vídeos de Super- 8 de la infancia. Pienso, como Begoña Caamaño, que he tenido una buena vida. Me alegro de que así sea, por todo lo que atesoro; siento, también, que eso me permitirá atravesar el confinamiento y seguir siendo la misma. Pero durante muchas horas, durante algunos días, me pierdo. Veo películas que narran catástrofes espaciales, y me consuela saber que no soy la única flotando en la nada. Siento que todo cuesta mucho; trabajar cuesta mucho, es como caminar sobre la luna. Las videoconferencias me agotan; sentir me agota. Un día caigo rendida y vuelvo a dormir, vuelven los sueños.
Empiezo a pensar que en algún momento esto terminará, y todo estará bien; me consuela empezar a entender lo que está pasando, tener un mapa. Tengo, de hecho, varios mapas: el de la incertidumbre, el de la Palestina sitiada, el de la pérdida. Recuerdo los días en Gaza, el alboroto de los niños en la calle; las sonrisas y el cuidado de aquellas personas que ya sabían esto: la vida es hermosa, la vida duele. La vida es valiosa, la vida es frágil; la vida es hoy, ahora.
Recuerdo, también, lo que contaban las y los cooperantes que volvían del Ébola; lo estresante que era quitarse y ponerse los trajes, lo fácil que era tener un despiste. Atención absoluta; atención que desgasta y activa nuestros mecanismos de supervivencia.
Admiro la voluntad de las personas que, estando en la cárcel, consiguen hacer ejercicio; me cuesta semanas empezar una rutina física. Soy un animal de la naturaleza; mi principal actividad de ocio cuando vivía en una ciudad era deambular durante horas. Desde que vivo en un pueblo lo es caminar sintiendo la tierra, escuchando el agua, descubriendo las flores y los pájaros. Echo de menos el mar, el espacio abierto; me duele no salir. Me contrae y me ahoga. Pienso mucho en los animales que enjaulamos en zoológicos, y pasan toda su vida encerrados lejos de su ambiente natural. Duele, lo siento en el cuerpo.
Intento leer, pero apenas lo consigo; algunas páginas sueltas de los libros que tenía a medias. Alguien me recomienda Sapiens; devoro los primeros capítulos. Me calma saber de un planeta poco poblado, con llanuras blancas y bosques inmensos; me transporta, me atalanta. Me identifico con nuestros ancestros cazadores-recolectores; me digo que fui neandertal, que nunca necesité la seguridad de una cabaña; me cuesta echar raíces, prefiero siempre un horizonte que permita soñar en vuelo libre.
Lo esencial está a la vista; es como estar muerta sin estarlo, y a la vez, es como haber muerto; como haber perdido a alguien importante y seguir adelante. Hay mucha verdad en la muerte, la pérdida nos pone en contacto con lo prioritario y lo esencial. La emergencia también: qué es lo que sigue adelante, lo que sobrevive, y lo que es prescindible.
La muerte, como la emergencia, levanta un velo; en medio del dolor, trae belleza y sosiego para quien pueda mirarla a los ojos. Porque durante las primeras horas, días, semanas, mientras la muerte aún está saliendo por la puerta, solo queda el amor. Pienso en la suerte de haber perdido a mis abuelos antes de esto; haber podido acompañarlos, tener su mano entre las mías casi en el instante final; llegar justo después, atender los preparativos; sostener a quienes quedan, cuidar el tránsito.
III
Las historias se encandenan y una vez que consigo nombrarlas, enumerarlas, quisiera contarlas todas. Poco a poco, mientras hilo el desorden, voy entendiendo cómo funciona mi mente narrativa en esta situación; cuanto más sentido tenga lo que sucede, cuanto más control y más capacidad para percibir y manejar, mejor irá todo. Sigo buscando las piezas a pesar de que a veces me arrastran las redes sociales, me intoxican. Pero he tocado con los dedos el hilo de Ariadna; sé cómo es su tacto. Ariadna soy yo, he estado antes aquí. Mis ancestros pasaron una guerra, tantas guerras; han estado antes aquí. Alicia salió del País de las Maravillas; nada dura para siempre, nada permanece. Mejor o peor, saldremos de esta situación.

Y aunque las palabras sobrevivan, de tan viejas, serán incomprensibles
Susana Moreira, Ahora y en la hora de nuestra muerte
[1] Gracias a Pau Pérez por la idea para tirar del hilo; a María Sánchez y Pilar Llompart por el título y el telar compartido.
Me ha llegado y me encanta, creo que me ayuda recibir mensajes en una, botella tanto como enviarlos. Gracias
¡Gracias a ti, Eva! Me alegra mucho. A mi también me ayuda y por eso comparto, aunque esta vez me ha llevado mucho tiempo dar forma a palabras y emociones 🙂 ¡Un abrazo!
Me toca con fuerza el alma y el corazón. Gracias, porque la necesito. Con esas palabras me estás cuidando.
Qué lindura de comentario, Catherine. Mil gracias; también me cuida. Un abrazo inmenso ❤
Inmejorable y muy sentido. Emociona y da fuerza, esperanza y valor.
¡Siempre hacia adelante!
¡Mil gracias! Me alegra mucho que sea así. Fuerza y adelante, ¡siempre!
Precioso texto con el que me identifico. Yo no he conseguido escribir el mío sobre mi pasado reciente en está crisis, porque aún me duele. Tus palabras me han aliviado y animado a poner las mías en un escrito para que no me pesen más dentro.
Por eso mismo quise yo sacarlas, aunque tampoco fue fácil. Gracias por tus palabras, ¡me alegra que te aocmpañen las mías! Mucho ánimo 🤗🤗
La incertidumbre. Con olor cenagoso que todo lo envuelve.
El vacío. De sabor amargo. Tenso.
El silencio. De sonido opaco. Hueco. Lleno de ruido.
Y con todo eso, abro tu espacio y leo…
Un hilo del que tirar.
Para entender.
Una maraña que desenredar.
Para ver con más claridad.
Una tabla de la que asirse. En medio del mar.
Y el propio mar.
Para acoger y acunar.
Todo esto (y mucho más) es lo que encuentro cuando te leo.
Siempre gracias. Lidia.
Un abrazo gigante.
María.
¡Gracias a ti, María! A mi también me acompaña a ratos ese vacío extraño que describes tan bien. Un abrazo inmenso y que sigamos encontrando las palabras para nombrarnos 🤗
Me llega hondo lo que escribes, Lidia. Yo también siento la necesidad de enhebrar el hilo de la incertidumbre, ese gas venenoso que llevamos meses inhalando y que nos hunde en el desvarío. Me identifico con muchas de las cosas que cuentas y me gusta cómo las explicas. Hay días (y no pocos) que siento esa parálisis a la que me conduce el no saber. También me cuesta centrarme en la lectura de un libro, ponerme a escribir. Las palabras revolotean en mi cabeza, pero no consigo domarlas para que describan lo que me sucede. Gracias por abrirte y por ser espejo. Un abrazo
Muchas gracias, Jose Luis. Me costó mucho dar forma al texto, pero sentía la necesidad de hacerlo. Luego vino el pudor de compartir 😊 Así que es una alegría saber que sirve. Es muy buena la imagen del gas, porque es algo muy sibilino que se va colando en todas partes. La capacidad de leer, escribir y proyectarme en el futuro va y viene; a veces puedo y otras me enredo en esa masa pegajosa. Creo que tenemos que intentarlo, siempre. Y seguir compartiendo lo que nos atraviese. ¡Un abrazo y mucha fuerza!