Me recuerdo leyendo desde que tengo consciencia de mí misma. Conocía todos los libros que había en mi casa; a medida que iba creciendo, llegaba a las estanterías que estaban un poco más altas; hasta que pude subirme en una silla y curiosearlos todos, incluso los que estaban casi escondidos. Cuando llegaba a casa de mis tías, iba directa a sus colecciones de libros y tebeos. Siempre sabían dónde encontrarme: sentada en el suelo, rodeada de ellos, leía todo lo que cayera en mis manos. En casa de mi abuela leí Los Mary Noticias que habían sido de mi madre; el Reader’s Digest, la enciclopedia y los libros de texto que habían sido de mis tíos.
Cuando aprendí a leer me compraron muchos cuentos troquelados que aún conservo; pero mi ritmo de lectura era tan rápido, que la única salvación era la biblioteca, en la que tuvimos que hacer una pequeña trampa porque no llegaba a la edad mínima para el carnet. De ella recuerdo, sobre todo, unos cuentos bellísimos de Pinocho (supongo que sería alguna edición clásica de Carlo Collodi) y los tebeos de Iznogud, que quería ser califa en lugar del califa. Astérix y Obélix tardaron mucho más en caer en mis manos, pero siempre adoré su sentido del humor. Y, ahora que los recuerdo, agradezco mucho haberlos conocido porque supongo que, de alguna forma, todos ellos me hicieron ser quien soy.
Podría escribir un libro sobre los libros de mi vida, pero hoy voy a terminar el recorrido en Michael Ende y la colección de Barco de Vapor. La historia interminable lo leí con una de mis tías; yo tendría 8 o 9 años y ella 21 o 22. Era aquella edición clásica de Alfaguara con letras rojas y verdes, que no conservo pero conseguí más tarde en una librería de viejo para regalársela a mi sobrino. Nos sentábamos juntas, ella leía en voz alta y cada tanto volvíamos a la portada del libro para observar el Áuryn; recuerdo algunos paisajes de aquel libro como si los hubiera recorrido, y probablemente fuera así. “Leer es vivir dos veces”, dijo alguien. Dos, tres, tantas como quieras y logres regresar a esos mundos imaginarios, paralelos, quizá tan reales como este que habitamos; que le pregunten, si no, al Caballero de la triste figura.
A los libros de Barco de Vapor llegué por las colecciones naranja y roja, cuando estaba aún muy por debajo de la edad recomendada para leerlos. Recuerdo aprender con ellos que el mundo podía ser cruel e injusto; que no basta desearlo hasta que todo el universo conspire para conseguirlo. Que, aun así, probablemente siempre quede una pizca de esperanza, un grano de arena sobre el que reconstruir el mundo.
Por aquel entonces escribía, también, algunas historias; antes de los 10 años encuaderné a mano una novela corta con su índice, su portada, sus números en las páginas. Pero los relatos que inventaba vivían, sobre todo, en mi cabeza. Fui sacándolos de allí durante mi adolescencia; escribí los primeros capítulos de otra novela que nunca terminé, porque pasaron 10 años más hasta que me tomé en serio la posibilidad de escribir. Hasta entonces, aquello era algo reservado a los escritores; sobre todo a los escritores, porque aunque ahora parezca mentira, en aquella época no llegaron a mis manos muchos libros ni poemas escritos por mujeres.
Tendría 25 o 26 años cuando me matriculé por primera vez en un taller de escritura. Aprendí mucho; conocí a otras personas con las mismas inquietudes que yo. Tuve profesoras y profesores maravillosos con los que compartía el amor por la palabra, y aunque alguno de ellos lo sugirió, por aquel entonces nunca me imaginé a mí misma dando esos talleres. Solo quería escribir; pero tenía miedo. ¿A qué? A que me vieran, supongo. A no ser suficiente; a varias cosas más. Temores ancestrales, temores de la infancia. Temores profundos que devoran nuestra soberanía creativa si no nos sentamos a charlar con ellos cada día. Ahora los conozco, puedo traspasarlos; por aquel entonces es posible que ni siquiera fuera consciente de que existían.
Seguí escribiendo; nació Narrativas y otras lunas como un espacio en el que cuidar y acompañar el amor por las historias y el deseo de contarlas de otras personas. En 2017 gané el XV Certamen de Relato Alonso y en 2020 escribí y compartí Esa cosa con plumas, una crónica personal que nació en el taller que en aquel momento dieron Jorge Carrión y Jaime Rodríguez Z. En ambos casos me sentí vulnerable y feliz; siempre quise poner palabras a la experiencia, a lo que sentía e imaginaba y, como ya he contado otras veces, ahora siento que puedo hacerlo; la escritura es una casa a la que volver, en la que puedo encontrarme conmigo y comunicarme, también, con otras personas.
Si quieres escribir, escribe; no hay otra forma. La inspiración nunca llega sola, no encontrarás el mejor momento para hacerlo. Busca espacios en los que te sientas segura, seguro, para compartirla; es la mejor forma de darle un impulso. Comparte con otras personas el amor por la lectura, por las historias, por la palabra escrita. Invierte tiempo, dinero y energía con cabeza pero también con el corazón: escucha tu deseo y síguelo; deja que te guíe hasta encontrar el hilo de todos los relatos que duermen en tu interior. Dales voz, palabra; dales alas.
Si te apetece:
- Compartir ese espacio conmigo y con otras personas que también están escribiendo en Narrativas y otras lunas, vente a El Refugio de la escritura.
- Empezar a escribir un libro, el 22 de abril daré un taller intensivo sobre este tema, para que puedas dar forma a ese proyecto que tienes en mente y crear una hoja de ruta que te ayude a seguir escribiendo.
- Saber más sobre mi proceso creativo y apoyarlo para que siga escribiendo, puedes suscribirte a Cuaderno de lunas.
- Recuperar el hábito de la lectura y la escritura, puedes leer este artículo.
También puedes visitar la sección de recursos de la web y explorar otros talleres de escritura. Para una recomendación personalizada, escríbeme; si no tengo lo que buscas o siento que no puedo ayudarte, te contaré otras opciones.